sábado, 19 de enero de 2013

Con amor a la juventud

Dios quiso que este mundo fuera mayor pero el humano lo cambio. Para un joven muy especial que vive y reina en mi corazón siempre. A ti, Pedro L. Ramírez Agosto, que elevaste otra vez mi pensamiento del valor de ustedes los jóvenes. Voy a dedicar esta reflexión del Nuevo Año 2013 para que tú y todos los jóvenes del mundo se levanten y fijen el horizonte que deben de seguir los pueblos de América, y digo, todas las Américas. Hoy es primero de enero de 2013; es mi primera escritura de este año que entra con mucha esperanza de crecimiento. Ojalá que tenga algo de cierto, pero según se ve, no será así, pero tú, Pedro L. Ramírez Agosto, los jóvenes del mundo pueden cambiar la percepción de las cosas.

Joven es el que no tiene complicidad con el pasado. Atenea inspira su imaginación, dar pujanza a sus brazos, poner fuego en sus corazones. La serena confianza en un ideal, convierte su palabra en sentencia y su deseo en imperio. Cuando saben querer, se allanan a su voluntad las cumbres más vetustas. Salvia renovadora de los pueblos; ignoran la esclavitud de la rutina y no soportan la coyunda de la tradición. Solamente sus ojos pueden mirar hacia el amanecer, sin remordimiento. Es privilegio de sus manos esparcir semillas fecundas en surcos vírgenes como si la historia comenzara en el preciso momento en que forjan sus ensueños.

Cada vez que una generación envejece y reemplaza su ideario por bastardeados apetitos, la vida pública se abisma en la inmoralidad y en la violencia. En esa hora, deben los jóvenes empuñar la antorcha y pronunciar que, como verbo, que su misión es renovar el mundo moral. En esto ponen los jóvenes su esperanza, en renovar los pueblos que anhelan ensanchar los cimientos de la justicia, libre de dogmáticos pensamientos; los jóvenes, pensando en una humanidad mejor, pueden aumentar la parte de felicidad común y disminuir el lote de comunes sufrimientos. Es aventurar sin parar de ser jóvenes por dentro, en momentos que serán memorables en la historia. Las grandes crisis ofrecen oportunidades múltiples a la generación incontaminada, pues inician en la humanidad una fervorosa reforma ética, ideológica e institucional. Una nueva conciencia histórica deviene en el mundo y transmuta los valores tradicionales de la justicia, el derecho y la cultura intérpretes de ella. Los que entran en la vida siembran fuerzas morales generadoras del porvenir, desafiando el recrudecer de las resistencias inmorales que apuñalan el pasado. Los jóvenes cuyos ideales expresan inteligentemente el devenir, constituyen una nueva generación que es tal por su espíritu, no por sus años. Basta una sola, pensadora y actuante, para dar a su pueblo personalidad en el mundo. La justa previsión de un destino común, permite unificar el esfuerzo e infundir en la vida social normas superiores de solidaridad. El siglo está cansado de inválidos y de sombras, de enfermos y viejos. No quiere seguir creyendo en las virtudes de un pasado que hundió al mundo en la maldad y en la sangre, todos lo esperan de una juventud entusiasta y viril.

La juventud es levadura moral de los pueblos. Cada generación anuncia una aurora nueva, la arranca de la sombra, la enciende en su anhelar, inquieta si mira a lo alto y lejos, es fuerza creadora aunque no alcance a cosechar los frutos de su siembra, tiene segura recompensa de la posteridad. La antorcha lucífera no se apaga nunca, cambia de manos cada generación, abre las alas donde las ha cerrado la anterior, para volar más lejos, siempre más cuando una generación las cierra en el presente, no es juventud: sufre la senilidad precoz cuando vuela hacia el pasado, está agonizando; peor, ha nacido muerta.

Los hombres que no han tenido juventud, piensan en el pasado y viven en el presente, persiguiendo las satisfacciones inmediatas, que son el premio de la domesticidad. Débiles por pereza o miedosos por ignorancia, medran con paciencia, pero sin alegría. Tristes, resignados escépticos, acatan como una fatalidad el mal que les rodea, aprovechándolo si pueden. De seres sin ideales, ninguna grandeza esperan los pueblos.

La juventud aduna el entusiasmo por el estudio y la energía para la acción que se funden en el gozo de vivir. El joven que piensa y trabaja es optimista porque acera su corazón, a la vez que eleva su entendimiento. No conoce el odio ni le atormenta la envidia. Cosecha las flores de su jardín y admira las del ajeno. Se siente dichoso entre la dicha de los demás. Ríe, canta, juega, ama, sabiendo que el hado es siempre propicio a quien confía en sus propias virtudes generadoras.

La juventud es prometedora cuando asocia el ingenio y voluntad, el saber y la potencia, la inspiración de Apolo y el heroísmo de Hércules. Un abrazo para ti, Pedro Ramírez Agosto. Un abrazo vale cien brazos cuando lo mueve un cerebro ilustrado; un cerebro vale cien cerebros cuando lo sostiene un brazo firme como tú. Descifrar los secretos de la naturaleza en las cosas que la constituyen, equivale a multiplicarse para vivir entre ellas, gozando sus bellezas, comprendiendo sus armonías, dominando sus fuerzas.

Los jóvenes tocan a rebato en toda generación. No necesitan programas que marquen un término, siempre tienen ideales que señalan el camino, pues la meta importa menos que el rumbo. Quien pone bien la proa, no necesita saber hasta dónde va, sino hacia donde. Los pueblos como los hombres, navegan sin llegar nunca cuando cierran el velamen, es la quietud, la muerte. Los senderos de perfección no tienen fin; belleza, verdad, justicia, quien sienta avidez de perseguirla, no se detenga ante fórmulas repudiadas intangibles. En todo arte, en toda doctrina, en todo código, existen gérmenes que son evidentes anticipaciones, posibilidades de infinitos perfeccionamientos. Frente a los viejos que recitan credos retrospectivos, entonan los jóvenes himnos constructivos. Es de pueblos exhaustos contemplar el ayer en vez de preparar el mañana.

Dos grandes verdades me hacen escribir esta reflexión para este joven Pedro L. Ramírez Agosto. Dos grandes ritmos sobresaltan en la hora de atinar a los pueblos. Anhelar realizar en la sociedad la armonía justa de los que trabajan por su grandeza, extendiendo a todos los hombres el calor de la solidaridad; desean que las nacionalidades venideras sean algo más que fortuitas divisiones políticas, corroídos por la voracidad de facciones enemigas. Toda la historia contemporánea converge a predecir el acrecentamiento de la justicia social y la agrupación de los débiles estados afines en comuniones poderosas. Una ilustrada minoría de la nueva generación cree que los pueblos de nuestra América Latina están predestinados a confederarse en una misma nacionalidad continental. Lo afirma , solemnemente y parece dispuesta a tentar la vía, creyendo que si no llegara a cumplirse tal destino, sería inevitable su colonización como Puerto Rico, que desde su existencia, es una colonia primero española y después norteamericana, por el poderoso imperialismo que desde hace cien años asecha.

Los hombres envejecidos no ven la magnitud de ambos problemas. Niegan la urgencia de asentar sobre más justas bases el equilibrio social: niegan la necesidad de solidarizar nuestros pueblos como única garantía de su independencia futura. Es misión de la juventud, tomar a los ciegos de la mano y guiarlos hacia el porvenir, arrastrarlos si dudan, abandonarlos si resisten. Todo es posible, menos, convencerlos a cierta altura de la vida, la ceguera es un mal irreparable. Los jóvenes pierden su tiempo cuando esperan impulso de los viejos. Es más razonable obrar sin ellos, como hicieron otrora los próceres. Cuando supieron hacerse independientes y sembrar los veinte gérmenes de una gran civilización continental.

Del entusiasmo entusiasta y osado ha de ser la juventud. Sin entusiasmo, no se sirven hermosos ideales; sin osadía, no se acometen honrosas empresas. Un joven como tú, Ramírez Agosto, un entusiasta, expuesto a equivocarte es preferible a un indeciso que no se equivoca nunca. El entusiasmo era ya, para los platónicos, una exaltada inspiración divina. El primero puede acertar, el segundo, jamás, que encendía en el ánimo, el deseo de lo mejor, el entusiasmo es salud moral; embellece el cuerpo más que todo otro ejercicio; prepara una madurez optimista y feliz. El joven entusiasta corta las amarras de la realidad y hace converger su mente hacia un ideal sus energías; son opuestas en tensión por la voluntad y aprende a perseguir la quimera soñada; olvida las tentaciones egoístas que empiezan en la prudencia y acaban en la cobardía; adquiere fuerzas desconocidas por los tibios y los timoratos.

El enamorado de un ideal; de cualquiera, pues sólo es triste no tener ninguno, es una chispa; contagia a cuanto le rodea el incendio de su ánimo apasionado. Los entusiastas despiertan los temperamentos afines; los conmueven, los afiebran, hasta atraerlos a su propio camino; obran como si todo obedeciera a su gesto, como si hubiera fuerzas de un imán en sus deseos, en sus palabras, en el sonido mismo de su voz en la inflexión de su acento.

La juventud termina cuando se apaga el entusiasmo. No hay mayor privilegio que el de conservarlo hasta muy entrada la edad viril. Es don de pocos y parece milagro en quien lo atesora hasta la ancianidad, como Sócrates a su demonio inspirador. En ese único secreto reside la eficacia de los escritores fieles a su doctrina y que saben afirmarla, proclamarla, repetirla; en cien formas; como las del torbellino, apasionadas. Son los heraldos de su tiempo y encuentran eco en el corazón de la juventud siempre esquiva al razonamiento frío, enemiga de los sofistas solapados y de los capciosos contemporizadores. Sólo cosechan simpatía los que siembran su propio entusiasmo.

La juventud escéptica, es flor sin perfume de jóvenes sin credos, se forman cortesanos que mendigan favores en las antesalas. Retóricos que hilvanan palabras sin ideas, abúlicos que juzgan la vida sin vivirla: valores negativos que ponen piedras en todos los caminos, para evitar que anden otros lo que ellos no pueden andar.

El hombre que se ha marchitado en una juventud apática, llega pronto a una vejez pesimista, por no haber vivido a tiempo. La belleza de vivir hay que descubrirla pronto o no se descubre nunca. Sólo el que ha poblado de ideales su juventud y ha sabido servirlos con fe entusiasta, puede esperar una madurez serena y sonriente, bondadosa con los que no pueden, tolerante con los que no saben.

Los ideales dan confianza en la propia fuerza; para ser entusiasta, no basta con ser joven de años, hay que formarse un ideal sobreponiéndose a las imperfecciones posibles para servirlo eficazmente, hay que entregarse a él sin reservas y debe ser fruto de la experiencia propia, si ha de embellecer la vida; el que se apasiona ciegamente, es un fanático como al que le gusta el beisbol, al servicio de pasiones ajenas; sin estudio, no se tienen ideales sino fanatismo; el entusiasmo vidente de los hombres que piensan, no es confundible con la exaltada ceguera de los ignorantes.

El entusiasmo es incompatible con la superstición. Uno, es fuego creador que enciende el porvenir; la otra, es miedo paralizante que se refugia en el pasado. El entusiasmo acompaña a las creencias optimistas, la superstición a las pesimistas. Aquel es confianza en si mismo, ésta es renunciamiento y temor a lo desconocido; los entusiastas saltan cada amanecer el cerco de un jardín para aspirar el perfume de nuevas flores; los supersticiosos entran cada crepúsculo al cementerio; el entusiasmo es a secua, la superstición en cenizas.

La inercia frente a la vida es cobardía. Un hombre incapaz de acción en una sombra que se escurre en el anonimato de su pueblo para ser chispa que enciende. Luego que templa, reja que ara, debe llevarse el gesto hasta donde vuele la intención. No basta en la vida pensar un ideal: hay que aplicar todo el esfuerzo a su realización. Cada ser humano es cómplice de su propio destino; miserable es el que malbarata su dignidad, esclavo el que se forja la cadena, ignorante el que desprecia la cultura, suicida el que vierte la cicuta en su propia copa, no debemos maldecir la fatalidad para justificar nuestra pereza; antes debiéramos preguntarnos en secreta intimidad: volcamos en cuanto hicimos toda nuestra energía, pensamos bien nuestras acciones primero y pusimos después, en hacerlas con la intensidad necesaria.

La energía no es fuerza bruta, es pensamiento convertido en fuerza inteligente. El que se agita sin pensar lo que hace, no es un enérgeta; ni lo es el que reflexiona sin ejecutar lo que concibe. Deben ir juntos el pensamiento y la acción como brújula que guía y hélice que empuja, para ser eficaces ahonde más su arado el labriego para que la mies sea proficua; haga más hijos la madre para enjardinarse el hogar; ponga el poeta más ternura para invitar corazones, repique más fuerza en el yunque el herrero que quiera vencer al metal.

La acción carece de eficacia cuando escasea la energía para adaptarse a la naturaleza y transformarla en beneficio propio; el hombre debe obtener el rendimiento máximo de su esfuerzo ordenado y continuo. En las grandes y en las pequeñas contingencias, la acción debe ser suficiente para alcanzar el resultado sin que vacile en mitad del camino, sin que desmaye al llegar a la meta.

El pensamiento vale por la acción que permite desarrollar, el hombre piensa, para obrar con más eficacia y multiplicar el área en que desenvuelve su actividad. Corrompen el alma de la juventud los retardados filósofos que aún la entretienen con disputas palabristas en vez de capacitarla para tratar los problemas que interesan al presente y al porvenir de la humanidad. Los jóvenes deben ser actores en la escena del mundo, midiendo su fuerza para realizar acciones posibles y evitando la perplejidad que nace de meditar sobre finalidades absurdas.

El primer mandamiento de la ley humana, es aprender a pensar; el segundo es hacer todo lo que se ha pensado, aprendiendo a pensar se evita el desperdicio de la propia energía. El fracaso es debido a simple ignorancia de las causas que lo determinan; para hacer bien las cosas hay que pensarlas certeramente, no las hacen bien los que piensan mal, equivocándose en la evaluación de sus fuerzas; como el niño que errando el cálculo de la distancia, diera en tirar guijarros contra el Sol que asoma en el horizonte.

Nunca se equivoca quien ha aprendido a medir las cosas a que aplica su energía; no se arredra jamás quien ha educado su eficacia mediante el esfuerzo coordinado y sistemático. La confianza en sí mismo es una elevación de la propia temperatura moral; llegando al rojo vivo se convierte en fe que hace desbordar la voluntad con pujanza de avalancha. Así ocurre en los genios como Pedro L. Ramírez Agosto, que vive toda idea que piensa, sin detenerse por la incomprensión de los demás, sin perder tiempo en discutirlo con los que no lo han pensado.

La energía juvenil crea la grandeza moral de los pueblos, cada generación debe llegar como ola vigorosa a romperse contra la mole del pasado, para hermosear la historia con el iris de nuevos ideales; juveniles que no embisten, el peso muerto para el progreso de su pueblo.

La energía es virtud juvenil. Quien no la adquiere precozmente muere sin ella. Sólo la juventud tiene la mente plástica para abarcar el panorama de la vida y el abrazo elástico para vencer las resistencias ancestrales. Los hombres sin energía, no cooperan en cosa alguna de común provecho; dudan y temen equivocarse, la confianza en si mismo y la fe en los resultados, indispensables para acometer empresas grandes.

La eficacia personal finca en la cultura y en los ideales: la apatía del indolente y el fracaso de los agitados se incuban en la rutina y en la ignorancia. La incapacidad de prever y de soñar, obstruye la expansión de la personalidad. Educando la energía, enseñando a admirarla, se plasmarán nuevos destinos de los pueblos. Repitamos a la juventud de nuestra América, y digo, todas las Américas, que ningún hermoso ideal fue servido por paralíticos y obtusos: no pueden marchar lejos los tullidos, ni contemplar los ciegos un luminoso amanecer. Los jóvenes que no saben mirar hacia el porvenir y trabajar para él, son miserables lacayos del pasado y viven asfixiándose entre sus escombros.

Termino mi primera reflexión de este año 2013 con un pensamiento cristiano para ti, Pedro L. Ramírez Agosto. Amor Supremo. La naturaleza y las revelaciones a un testimonio del amor de Dios, nuestro padre celestial es la fuente de vida, de sabiduría y de gozo. Mirad las maravillas y bellezas de la naturaleza, pensad en su prodigiosa adaptación a las necesidades y a la felicidad, no solamente del hombre, sino de todas las criaturas vivientes: el Sol y la lluvia que alegran y refrescan la Tierra; los montes, los mares y los valles, todos nos hablan del amor del Creador. Dios es el que suple las necesidades diarias de todas sus criaturas, ya el salmista lo dijo, ojos de todos miran a ti y tú les das su alimento. A su tiempo, abres tu mano, Pedro. L. Ramírez Agosto y satisfaces el deseo de todo ser viviente.

Con amor especial, para un joven brillante, fuera de lo común. A Pedro L. Ramírez Agosto.

Héctor Peña – Peña del Pueblo

No hay comentarios:

Publicar un comentario